“Permanezcan en mi amor” ( Jn 15,9)
Nacida en Lincoln, conoció la Mariápolis cuando ésta recién se iniciaba porque – contaba ella misma – con un grupo del colegio donde estudiaba magisterio, “fuimos a decirle a la directora que el Evangelio no nos servía. Lo estudiábamos muchísimo, era todo muy de avanzada, pero siempre analizando, siempre haciendo silogismos para confirmar que el Evangelio era verdad…”. No era casual que religión fuera una de las pocas materias que se llevó a marzo. “Me parecía todo una fantasía”. Ese año había llegado una nueva directora y fueron a plantearle su inquietud. “Esperen, que tengo algo para ustedes”, les dijo, y volvió con una invitación que había recibido para el primer congreso Gen, en José C. Paz. Fueron y les gustó, “porque era cuestión de vivir, más que de analizar”.
“De allí supimos lo que se estaba iniciando en O’Higgins y, como quedaba más cerca, comencé a venir cada vez más seguido. Sentía ganas de quedarme por un tiempo a compartir la aventura, pero tenía miedo”. Hasta que el 31 de enero de 1977 se sumó al primer grupo y ya no volvió a su casa. Aquí vivió sus primeras experiencias como docente en el Jardín de infantes de O’Higgins, con creatividad, ingenio y pasión. Tenía la capacidad de involucrar en sus clases no sólo a sus compañeras de jardín, sino también a padres, madres y muchas veces también a las jóvenes que estaban haciendo -en esos años- su experiencia en la ciudadela.
Inquieta y generosa daba su entrega donde hiciera falta, taller de artesanías, servicios varios, pero sobre todo en la construcción y sin medir sus fuerzas. No era raro verla correr para cambiarse, ponerse el guardapolvo e ir de inmediato al jardín de infantes, después de haber trabajado junto a los obreros, ya que se estaban construyendo las primeras casas y los incipientes lugares de trabajo en la ciudadela. Era tan decidida y creativa que llegó a construir escaleras, instalar redes eléctricas, estufas, armar muebles…, el tablero de herramientas que aún está hoy en mantenimiento de Villa Blanca es obra de sus manos. Hacía de peón a los albañiles que, superadas las barreras de que era una mujer…, terminaban consultándola.
“Cuando (en 1978) se construía la casita Unidad – cuenta ella misma -, tres de nosotras nos levantábamos a las 5 de la mañana para ponernos al ritmo del único albañil. En silencio pasamos balde tras balde de cemento: trabajamos duro para terminar la losa antes de que acabe el día. Aunque a la noche este trabajo de peones nos hacía doler los músculos, haber compartido el cansancio con Luis, era una gran alegría y haber concluido el trabajo por amor a Jesús: una gran satisfacción…”.
Se podría decir que vio nacer, crecer, desarrollarse la Mariápolis, como una columna portante en muchos frentes y siempre con energías, con deseos de nuevos desarrollos, sin negar tampoco el sufrimiento que implica “construir algo nuevo”. Sin embargo, su fidelidad a la elección tomada, hicieron que la veamos siempre luminosa, contenta, disponible y atenta para amar a quien pase a su lado. En los últimos años ayudó a los jóvenes extranjeros a aprender el castellano,
En el focolar, nunca dejó de compartir la relación con su familia que amaba tanto y seguía de cerca, también con servicio concreto a los suyos cuando iba a visitarlos a Lincoln, comprometiéndose en primera persona a lo que fuera necesario.