“Te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste”. (Jn 17,4)
Manolo, nació en Saldungaray, en la Serranía de la Ventana, al sur de la Provincia de Buenos Aires, el 1°de Junio de 1925. Por razones de fuerza mayor, transcurrió parte de su infancia lejos de su familia lo que le generó un cierto sentido de orfandad que le pesará por años. Vivió su adolescencia con unos tíos ateos a los que admiraba y, a partir de entonces también él se declaró no creyente. Por diferentes circunstancias, atravesó momentos muy difíciles que lo angustiaban y le provocaban cierto descreimiento y rebeldía sumados a una fuerte dificultad que experimentaba de perdonar y perdonarse. Sin embargo, afirma Angelita –que luego fue su esposa- era un joven muy interesante, alegre, apasionado, que no hacía nada a medias, de muy buena presencia y, pese a ser muy reservado, conquistador. Ya de novios, ella hizo de todo para acercarlo a la fe, que finalmente abrazó atraído por el mensaje del Evangelio, aunque con períodos de incertidumbre. Cuando se encontró con gente de los focolares, su primera gran sorpresa en la nueva espiritualidad fue el descubrimiento de que “Dios es Amor” y que es un padre que ama más allá de todo, liberándolo del sentimiento orfandad que le pesaba.
Radicado con su familia en Punta Alta, localidad surgida en torno a una Base Naval, Manolo ingresó muy joven como maquinista de los buques. Fue varias veces a la Antártida y recorrió los mares del mundo, lo que le permitió más tarde jubilarse joven. Se enroló como suboficial no tanto por vocación militar, sino como trabajo para el sustento de su familia.
Hombre de carácter fuerte y decisiones rápidas, en contacto con la experiencia de vida de los Focolares se siente llamado a ser un apóstol de la unidad y a vivir como vivían los primeros cristianos, transformando no sólo su vida sino también la de su entorno. Aunque se consideraba indigno, incapaz e incoherente, sin mirarse, arremetía con más fuerza y repetía siempre: “¡Tenemos que ser locomotoras y no vagones de cola!”
Muchas personas reconstruyeron su familia encontrándose con Dios a través suyo. También sacerdotes que, observándolo, redescubrían la importancia de los laicos en la Iglesia y para alguno incluso resultó decisivo el apoyo de Manolo en momentos muy difíciles de su vocación. “Manolo ha sido una persona discretamente cercana de esas con las que uno sabe que cuenta y se siente sostenido pero que nunca te invaden. Uno que, más allá de todos los avatares de la vida, había encontrado el gozo que nadie nos puede quitar y tenía esa esperanza, esa alegría que nos da el haber encontrado a Jesús”. Decía de él un sacerdote.
El deseo de Jesús de “que todos sean uno” se había arraigado en su alma, y lo vivía y compartía en la familia, en el trabajo, en la peluquería, en el supermercado, en el laboratorio donde se hacía los análisis, en las parroquias, en los grupos de Iglesia y hasta entre la misma gente que encontraba por la calle, y es así como, con su testimonio se fueron sumando a este ideal el bioquímico, el peluquero, el compañero de trabajo, los vecinos…. Eso sí, cuando percibía que alguien lo seguía porque sentía admiración por él decía, corregía: “Hay que seguir a Dios y no a los hombres”.
También le tocó afrontar dolores intensos, como cuando sus cinco hijos eran todavía pequeño y a Angelita le sobrevino una larga enfermedad; más adelante la pérdida de su hija Cecilia, a la que acompañó paso a paso en la ofrenda heroica de su vida; como también una afección a los riñones que a veces lo inmovilizaba, el cáncer que lo condujo a la muerte, o el peso de sentirse incoherente e incapaz de vivir aquello para lo que Dios lo había elegido y que era el ideal de su vida. Sin embargo no perdía la alegría viviendo fuera de sí mismo y brindándose a los demás. Aquella sensación de orfandad experimentada alguna vez se había transformado en una notoria capacidad de generar familia, de crear lazos y relaciones.
Familiares y amigos destacan que era también una persona muy divertida, animador de fiestas familiares, amigo del fútbol, hincha de Independiente, organizador de campeonatos de truco y poseedor de una picardía poco común para despistar al contrincante cuando se armaban esos campeonatos.
Sus nietos lo recuerdan como un abuelo que les hacía muchas bromas e inventaba de todo para que jugaran en el jardín y se sintieran a gusto. Para Agustina era un abuelo cercano, atento a sus necesidades de niña. Una vez, viéndolos jugar al campamento con carpas hechas de sábanas y frazadas, mandó a fabricar una carpa que les instaló en el jardín y, se pasaron todo el verano jugando en ella con los primos. Le gustaba cocinar y hacían juntos las hamburguesas.
Hacia el final de su vida, al acentuarse su problema renal y afectado por el cáncer, comenzó a experimentar un dolor más fuerte todavía: no sentir como antes la presencia de Dios. Ese Dios que lo había transformado y del cual había dado testimonio a los cuatro vientos, ahora estaba como ausente. Tampoco sentía la unidad con Angelita y con la familia y todos sufrían muchísimo esta situación. Además de considerarse indigno e incoherente, se sumaba ahora una sensación de fracaso. Llamado a ser apóstol de la unidad, sentía la incapacidad de vivirlo en su propio hogar y temía ser ocasión de escándalo, aunque seguía amando y generando vida. Hasta que un día Angelita lo notó distinto, estaba luminoso, alegre como un niño, tanto decidió contárselo a Jorge: “No sé qué le pasa a tu padre, está irreconocible”. Jorge decide viajar y al llegar se encuentra con su padre resplandeciente que lo lleva al lugar más querido de la casa para él, la cocina, donde se daban todas las conversaciones importantes. “Jorgito –le dijo– vos sabés que yo siempre quise vivir el Evangelio y era como si el Evangelio estuviera por un lado y yo por otro, pero ahora me siento dentro del Evangelio.”
Luego vino la cirugía antes de la cual, todavía jugaron un partido de truco. La operación fue más cruenta de lo previsto pero él estaba radiante y le dijo a Jorge: “Siento una gran alegría, la plenitud en el alma, quédense tranquilos, da lo mismo estar acá o allá, lo importante es hacer la voluntad de Dios . A Él le agradezco la hermosa familia que me dio y en vos le doy un abrazo a cada uno”.
Antes de partir, con un rostro luminoso, una hermosa sonrisa y una mirada trasparente que los que lo vieron no podrán olvidar, exclamó: “¡Qué plenitud! ¡Es maravilloso el amor de Dios! ¡Qué belleza! ¡Es maravilloso el Paraíso!